Estuvieron de visita Cons y Moncho, compartiendo con nosotros unos días. La Semana Santa ha sido por ello algo distinta, con un poco de playa agitada y mucho de conocer las parroquias, la gente, los barrios y sus particularidades. O tratar de conocerlo, porque la realidad del día a día presenta un poliedro con muchas más aristas de las que uno ve desde la camioneta. Aún así, y a pesar de la apretada agenda, creo que se han sentido un poco como en casa.
Dudas, siempre traigo de éstas, a veces son pequeñas, a veces instantáneas, otras se mantienen sin resolver como flotando, invisibles. A veces suponen más brega, otras se resuelven en tres deducciones básicas de silogismo. En sí mismas, las dudas son una tentación. Me parece estar andando con los de Emaús, decepcionados y tristes por no ver nada de lo que les prometieron ("¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!”). Andaba estos días con la indudable certeza de que no hay nada ni nadie imprescindible, de que la realidad de los proyectos trasciende claramente a las personas. Ser consciente de esto te quita bastante orgullo y te hace
El tiempo que pasa, y pasa, y se te echa encima sin saber muy bien cómo fue. Aquí tengo esa sensación de velocidad de los días. De repente estábamos en Navidad, y de un salto en Pascua, y el curso ya enfila la recta de salida. En nada verano, y comienzo de curso y otra vez en Navidad. Y tantas tantas cosas por hacer, o tantas empezadas en precario o provisional. Supongo que debe significar que uno no se aburre. Pero a veces eso me deja una sensación de la zanahoria, siempre delante y nunca realmente agarrada. Confío en que la repetición del ciclo suponga una segunda oportunidad, la de empezar a retomar las cosas que quedaron a medias.