[Continuación de 1/2]
En esos momentos de tensión, no soy de los de tomar las riendas. Me sale una cobardía espontánea tan automática como absurda.
- No quiero el premio, gracias.
Y trato de volver a mi sitio.
Esta vez, lo que hice fue preguntar si no era posible que la llevara alguien a Salud Pública. Pero pronto, mirando a uno y otro lado de aquellos caminos de tierra en medio de ningún lugar, caí en lo absurdo de la propuesta. La mujer casi implorando, o más bien llorando, y yo allí, todos allí, solos en el campo. No me pude negar, y nos subimos al coche.
El camino fue un rosario de lloros y gemidos, ay, uy, mmm, ufff, y más con aquellos baches que parecen del mismo Marte. Oía las indicaciones de sus acompañantes, inspira, aguanta y expira, y yo Dios mío, ten piedad de mí, que no le salga el niño aquí dentro. Intenté recordar lo que dicen en las películas, agua, palanganas, gasas… (más tarde me preguntaba Alberto qué pretendía hacer con las gasas). Y luego sobre si el líquido amniótico se iría con agua y jabón. Así que, como ya bastante neurótico soy, traté de mostrarme impasible dando conversación.
Estuve sugiriendo a la madre que lo propio sería ponerle mi nombre al niño, pues yo debía haber sido empujado por el mismísimo dedo de Dios para precipitar nuestro encuentro. La madre reía un poco, y al minuto y medio (no sé si eso era poco en el tema de las contracciones) volvía a gemir y llorar mientras sudaba. Con la siguiente pregunta sobre la edad de la madre, y la respuesta de “16 años”, pensé que lo que debía hacer era concentrarme en meter caña al carro.
Llegamos muy bien y dejé a las muchachas en el hospital, confiando en que la cosa fuera como la seda.
Hoy he ido a ver al bebé pero estaba durmiendo, así que volveré otro día.
En este concurso parece que quedan muchas más casillas, ya sean de premio o de castigo. Lejos de plantarme, quiero seguir tirando. Porque hemos venido a jugar, ¿no?
- No quiero el premio, gracias.
Y trato de volver a mi sitio.
Esta vez, lo que hice fue preguntar si no era posible que la llevara alguien a Salud Pública. Pero pronto, mirando a uno y otro lado de aquellos caminos de tierra en medio de ningún lugar, caí en lo absurdo de la propuesta. La mujer casi implorando, o más bien llorando, y yo allí, todos allí, solos en el campo. No me pude negar, y nos subimos al coche.
El camino fue un rosario de lloros y gemidos, ay, uy, mmm, ufff, y más con aquellos baches que parecen del mismo Marte. Oía las indicaciones de sus acompañantes, inspira, aguanta y expira, y yo Dios mío, ten piedad de mí, que no le salga el niño aquí dentro. Intenté recordar lo que dicen en las películas, agua, palanganas, gasas… (más tarde me preguntaba Alberto qué pretendía hacer con las gasas). Y luego sobre si el líquido amniótico se iría con agua y jabón. Así que, como ya bastante neurótico soy, traté de mostrarme impasible dando conversación.
Estuve sugiriendo a la madre que lo propio sería ponerle mi nombre al niño, pues yo debía haber sido empujado por el mismísimo dedo de Dios para precipitar nuestro encuentro. La madre reía un poco, y al minuto y medio (no sé si eso era poco en el tema de las contracciones) volvía a gemir y llorar mientras sudaba. Con la siguiente pregunta sobre la edad de la madre, y la respuesta de “16 años”, pensé que lo que debía hacer era concentrarme en meter caña al carro.
Llegamos muy bien y dejé a las muchachas en el hospital, confiando en que la cosa fuera como la seda.
Hoy he ido a ver al bebé pero estaba durmiendo, así que volveré otro día.
En este concurso parece que quedan muchas más casillas, ya sean de premio o de castigo. Lejos de plantarme, quiero seguir tirando. Porque hemos venido a jugar, ¿no?