lunes, 20 de septiembre de 2010

Reírse de uno mismo

Hoy, como muchos otros días, salió un sol radiante que imponía una luz de brillo intenso y claro, y una temperatura cálida. Casi como un automatismo descontrolado, repasé mentalmente algunas de las posibilidades de paseo para la tarde, sin ser muy consciente de que, como muchos otros días, aquel sol no podía ser buena señal.
Efectivamente, como suele ser habitual, hacia las dos del mediodía (en realidad hoy eran las dos menos diez) comenzó el ritual, el cielo se tornó plomizo y empezó a caer una tormenta considerable. Haciéndome el loco, me fui a trabajar armado de paraguas y paciencia. Yo no miro atrás.
La tarde pasó y el panorama no mejoraba. Después de una conversación con Eva que desde España me empujaba a dejarme de milongas y echarme a la calle, me decidí a cumplir mis propósitos mañaneros y llegar hasta la Casa de la Cultura de España, donde esta semana están proyectando un ciclo de cine interesante.
El cielo caía sobre mí, pero yo estaba fuerte, nada podía conmigo.
En los cinco minutos de camino a la parada del autobús, el agua ya había trepado por mis piernas hasta las rodillas, y los zapatos resistían con esfuerzo el ataque. Mientras buscaba las monedas, un coché me roció entero de agua y yo reí mi desgracia porque, sinceramente, me hago mucha risa cuando estoy de buenas. Pero el autobús llegó de inmediato, y así confirmé que estaba fuerte y que no me iba a echar atrás, porque me lo estaba tomando con humor.
También llovía dentro del autobús, pero la gotera sólo escupía en las abruptas paradas de los semáforos, así que aguanté el tipo, tampoco había más opciones de asiento. En realidad, ése no era un gran mal en comparación con el espectáculo de besos húmedos que se intercambiaba cada quince segundos la pareja que tenía justo delante. Quince segundos de espera, cinco de beso, cero palabras. Y yo, sólo en mi asiento de dos, beso que va, gota que viene, lenguas que se abrazan y yo que me abrazo del frío que tengo con mi jersey finito de "por si acaso".
Cuando bajé del bus, la lluvia seguía, no sé si más fuerte o era yo, un escándalo de agua. Fui buscando mi camino, observando a la gente pasar como si no hubiera problema en todo aquello, con pantalones cortos, sandalias y manga corta, esquivando los ríos de la calle. Pero yo seguí mi camino, pensando que era fuerte y que llegados hasta allí, nada podía conmigo.
Después de diez minutos de desorientación y agua inmisericorde, decidí dejar de hacerme el fuerte, estrangulé a mi angelito bueno, y con el malo me eché unas risas y me volví a casa, por lo menos acompañado.
Cuando bajé del autobús me di cuenta que ya estaba parando de llover. Pero ya nada podía conmigo.


viernes, 17 de septiembre de 2010

Vulnerabilidad

Ayer tembló la tierra. Fue un terremoto de 5.4, según me cuentan, con epicentro en el Pacífico, no demasiado lejos de aquí. Por lo que me dicen, los temblores son frecuentes, de mayor o menor intensidad. En esta parte del mundo, la tierra habla, se queja y tiembla de angustia, está como inquieta.
La sensación fue como de sentir que el metro pasa por debajo de tus pies, y después, el balanceo lateral, como de estar montado en un flan de gelatina. Los cuadros se movieron y a mí no me dio mucho más tiempo de preguntarme nada. Fue muy rápido, pero me quedó esa sensación de ser vulnerable, de pertenecer a un entorno que no controlas.
En fin, que no pase a mayores, y todos tan contentos de estas curiosas peculiaridades.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Un nuevo comienzo

En este vuelo en el que sigo como pasajero eterno, he cambiado de destino. Desde Costa Rica voy a tratar de mantener actualizado este blog, con tantas esperanzas como inquietudes.
Mis circunstancias cambian, ya no soy voluntario, ya no vivo en una realidad de pobreza, veo poca gente negra y tampoco toco orejas de niños casi todos los días. De hecho, de momento, no he tocado ninguna. Pero la aventura sigue siendo la misma, seguir disfrutando del lugar al que me lleguen mis pasos. Dónde y porqué os lo cuento en un ratito más íntimo, si os parece.

De momento y por un tiempo, viviré en San José. No he tenido mucha ocasión de husmear el lugar, pero se trata de una ciudad amplia, de calles que suben y bajan, salpicadas de viviendas bajas, algunas residenciales, otras en condominios (bloques de apartamentos de 2-3 alturas, vallados y vigilados), o dejadas caer en parcelas irregulares. No se parece en nada a la típica ciudad europea de calles alineadas y centros históricos bien definidos. A mí me cuesta situarme un poco, pero tiene que ver más con mi pésima orientación que con un entorno hostil.
El país explota en verde, pero tiene que pagar el precio de una lluvia permanente. Las mañanas son claras, incluso el sol se impone, dejando un ambiente cálido y tranquilo que poco te invita a sospechar en la aparición de unas nubes atemorizantes sonre el mediodía, y la posterior desembocadura en recias tormentas sobre las 2 de la tarde. A partir de entonces ya no hay esperanza, y el día se mantiene vestido de arriba a abajo de un color que se mueve en toda la escala de grises. Así todos los días, al menos en temporada de lluvias, que se alarga a casi tres cuartas partes del año.
Este es el punto que peor llevo, pues me considero una criatura de la luz, y me desasosiega la oscuridad. Además de que se anulan las posibilidades de la tarde, o se empañan, valga el símil.
Sin embargo, la solución es fácil, salir de casa pertrechado de fino abrigo y paraguas. Con estas armas pegadas a uno como la piel al cuerpo, puedes estar seguro de poder defenderte de las caprichosas variaciones en cuestión de minutos que se den a lo largo del día.