Hoy, como muchos otros días, salió un sol radiante que imponía una luz de brillo intenso y claro, y una temperatura cálida. Casi como un automatismo descontrolado, repasé mentalmente algunas de las posibilidades de paseo para la tarde, sin ser muy consciente de que, como muchos otros días, aquel sol no podía ser buena señal.
Efectivamente, como suele ser habitual, hacia las dos del mediodía (en realidad hoy eran las dos menos diez) comenzó el ritual, el cielo se tornó plomizo y empezó a caer una tormenta considerable. Haciéndome el loco, me fui a trabajar armado de paraguas y paciencia. Yo no miro atrás.
La tarde pasó y el panorama no mejoraba. Después de una conversación con Eva que desde España me empujaba a dejarme de milongas y echarme a la calle, me decidí a cumplir mis propósitos mañaneros y llegar hasta la Casa de la Cultura de España, donde esta semana están proyectando un ciclo de cine interesante.
El cielo caía sobre mí, pero yo estaba fuerte, nada podía conmigo.
En los cinco minutos de camino a la parada del autobús, el agua ya había trepado por mis piernas hasta las rodillas, y los zapatos resistían con esfuerzo el ataque. Mientras buscaba las monedas, un coché me roció entero de agua y yo reí mi desgracia porque, sinceramente, me hago mucha risa cuando estoy de buenas. Pero el autobús llegó de inmediato, y así confirmé que estaba fuerte y que no me iba a echar atrás, porque me lo estaba tomando con humor.
También llovía dentro del autobús, pero la gotera sólo escupía en las abruptas paradas de los semáforos, así que aguanté el tipo, tampoco había más opciones de asiento. En realidad, ése no era un gran mal en comparación con el espectáculo de besos húmedos que se intercambiaba cada quince segundos la pareja que tenía justo delante. Quince segundos de espera, cinco de beso, cero palabras. Y yo, sólo en mi asiento de dos, beso que va, gota que viene, lenguas que se abrazan y yo que me abrazo del frío que tengo con mi jersey finito de "por si acaso".
Cuando bajé del bus, la lluvia seguía, no sé si más fuerte o era yo, un escándalo de agua. Fui buscando mi camino, observando a la gente pasar como si no hubiera problema en todo aquello, con pantalones cortos, sandalias y manga corta, esquivando los ríos de la calle. Pero yo seguí mi camino, pensando que era fuerte y que llegados hasta allí, nada podía conmigo.
Después de diez minutos de desorientación y agua inmisericorde, decidí dejar de hacerme el fuerte, estrangulé a mi angelito bueno, y con el malo me eché unas risas y me volví a casa, por lo menos acompañado.
Cuando bajé del autobús me di cuenta que ya estaba parando de llover. Pero ya nada podía conmigo.